Caminando por mi barrio, como suelo hacerlo a menudo me crucé con un señor, de quien algo me atraía, tal vez su mirada, su humildad, la apariencia que se deslizaba por la escasa ropa con la que transitaba, como así también con la seguridad que se expresaba en su discurso con otro señor.
No pude evitar el acercarme a escucharlo, arriesgándome a que se molestara, muy por el contrario su educación no se lo permitió. Intercambiamos nuestros nombres, a partir de ese momento todos los temas que desarrolló fueron impecables.
Como la situación actual del país la que tenía muy en claro, reconociendo ser un indigente más de la lista interminable ya existente. También hizo mención a su pasado el que había sido diferente, contaba con una casa, un trabajo el que se desplomó no por mérito propio.
Hizo alusión a los estudios que había concretado, como así también el placer que le provocaba la lectura, el diálogo se transformó en un monólogo dado que interrumpirlo era un pecado. No obstante él mismo daba la oportunidad a formar parte del relato.
Debemos reconocer que la apariencia de un ser no se compara con la sabiduría interna que posee. El corto tiempo que compartí con este señor me enriqueció de tal modo que le propuse un nuevo encuentro. Me hubiese quedado horas intercambiado ideas con él o tan sólo escucharlo.
No subestimemos a la persona por su aspecto o indumentaria, en la mayoría de los casos nos daremos cuenta que estamos cometiendo un gran error.
Mercedes Giangrande













