Los graffitis datan de tiempos ancestrales y aparecen ya en los monumentos egipcios antiguos, incluso se preservaron en las paredes de Pompeya.
Por eso nos preguntamos: ¿Cuál será el hechizo que los mantiene vivos, inquietando a las ciudades con sus formas, tamaños y colores? ¿Será ese tono rebelde, intrusivo y lleno de determinación? ¿Será la alegría inesperada que nos provoca doblar por una esquina y encontrarnos con animales monumentales, historias de nuestras calles o escenas totalmente surreales?
Por ello, el arte callejero representa el deseo de dejar una marca visible para todo el mundo. Esa pulsión creativa, que grita desde las paredes, aumenta la adrenalina de ser peatones en Buenos Aires.
Por ejmplo, el street-art tiene sus bases en el #raffiti, y surge cuando los artistas incorporan nuevas técnicas a sus trabajos (además del aerosol), como pintura acrílica, pinceles, rodillos, esténciles, pegatinas. El muralismo puede usar distintos métodos, como los denominados “al fresco” o “al seco”.
De este modo, en Buenos Aires, el graffiti comenzó en los años 50 y 60 como una forma de expresión política: se pagaba a grupos para que pintaran eslóganes de partidos. Al mismo tiempo, empezó a desarrollarse una forma más artística de arte callejero, que sumaba imágenes puramente estéticas. Las paredes de las calles, los edificios sin utilizar o las medianeras surgieron como una alternativa a los lienzos de las galerías.
Sin embargo, todo esto se interrumpió bruscamente entre 1976 y 1983, y hubo una lenta recuperación en los 90. Pero la gran explosión fue a partir de 2001, en respuesta a la crisis financiera, y lo más interesante es que los artistas optaron por diseños coloridos, lúdicos y humorísticos, para alegrar el espíritu de la ciudad.
No obstante la historia y sus colores, el arte urbano del barrio de Palermo muestra sus colores en muros imperdibles de puro reconocimiento y proyección mundial.