Las primeras referencias recuerdan que cuando faltaban 30 años para el final del siglo XVIII, el Cabildo porteño dispuso que se trajeran piedras desde la isla Martín García para cubrir algunas calles. La elección tenía que ver con el origen del lugar: la isla es un conjunto rocoso del Macizo de Brasilia, cuya antigüedad se calcula en millones años. Con ellas se armaron los primeros empedrados. Pero a mediados del siglo XIX el origen de los adoquines cambió: llegaban desde Gran Bretaña (provenían de canteras de Irlanda y Gales) como lastre de los barcos que después llevaban granos a Europa.
Una fuente del diario Clarìn argumenta que la producción estaba a cargo de gente especializada (predominaban los inmigrantes italianos, aunque luego se sumaron muchos españoles y yugoslavos) que soportaban duras jornadas de trabajo. Cada hombre podía producir por día unos 250 adoquines de 20 por 15 cm. Esos eran los más grandes. También estaban los conocidos como granitullo (de 10 por 10 cm) y la producción diaria oscilaba entre las 900 y 1.000 piezas. Para los cordones se usaban piedras que medían entre 70 y 120 cm de largo, por 40 de alto y unos 17 o 18 cm de espesor.
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