El Café Miramar queda en la esquina de Sarandí y San Juan es la de Carlos Gardel, Francisco Canaro y Celedonio Flores, por los pergaminos tangueros que ostenta. Un lugar donde comer rico y barato cocina porteña bien casera, para una clientela que contempla desde los vecinos hasta gente del espectáculo y diplomáticos.
Desde el vamos hay que reconocer que el lugar tiene lo suyo, tanto como para que el Museo de la Ciudad lo haya distinguido por mantener las instalaciones originales del restaurante, bar y rotisería que allí funciona desde 1950. Una inteligente medida de su dueño, Fernando Ramos, descendiente de uno de los fundadores, sin esas modificaciones que tantos espacios públicos de Buenos Aires padecen, como empeñados en borrar historia e individualidades en aras de la uniformidad. El lugar luce de otro tiempo: por decisión, su revestimiento es de madera y las estanterías del almacén están repletas de buenos vinos y embutidos.
Las picadas son una fija, y la calidad de las mismos los convierte en una de las piezas de resistencia de la casa, con excelente jamón español cortado a cuchillo, quesos en su mejor punto de madurez, salames y cantimpalo, más pedacitos de lechón que provee la rotisería. Pero hay más, mucho más dentro del tipo de cocina ya enunciado. Al lado de preparaciones casi inhallables, como rabo guisado con la salsa espesada por la gelatina de la carne, tan tierna y sabrosa que se desprende sola ($5,50), y perdices a la cacerola, que cocinan los fines de semana, hay platos que se repiten semanalmente. Buseca, los lunes; lentejas, los jueves; conejo al vino blanco, los domingos. Pero también tortilla a la española, ricas y caseras pastas (alrededor de $ 5), matambre casero y peceto al horno con papas, junto con quesos franceses, ostras ($ 1,5 cada una), mejillones, gambas ($ 11) y ranas ($ 15). Los caracoles han dado fama a la casa: la salsa, enriquecida con hueso de jamón y vino tinto, bien gustosa, sirve de preámbulo al leve amargor de los moluscos. Los postres: buen budín de pan ($ 2,5), flan casero y helados. La atención está a cargo de mozos que pertenecen desde siempre a la casa, amables y eficaces, comandados en la noche por el amable Víctor. Manteles inmaculados y amplias servilletas de tela.
María Esther Pérez (La Nación)