Por Mercedes Giangrande. Cuando un ser querido transita por un episodio que si bien es esperado no obstante no lo sabe afrontar o no cuenta con las herramientas psicológicas para llevarlo a cabo, comienza la tormenta. ¿Dicha tormenta pasa o se traslada?
Comienza a actuar el desapego, el nuevo ambiente, acomodarse, adaptarse nuevamente a las personas con las que le toca convivir. Aunque lo haya experimentado en otro momento de su vida, no deja de ser complejo.
Intenta adueñarse de los espacios del otro sin darse cuenta, sin notarlo. O tal vez su inconsciente lo hace para sentir como propio el nuevo hogar. Ya que lo único propio son sus prendas sumándole algún recuerdo material que haya traído porque le correspondía. Pensando que al resto le estorba.
Recuerdo o suvenir con lo único que está a su alcance para decorar el espacio personal que se le ha asignado. Sin dejar de lado los recuerdos del corazón que a menudo lo quiebran. Más aun cuando no cuenta con un cuarto para sí.
Por lo tanto comparte un espacio el que tan solo a la hora de descansar le es propio, no siendo así durante el día.Quienes conviven con él ponen todo de su parte con la finalidad de hacerle la vida más llevadera, transformándose por momentos en seres cargosos. Fastidiándolo sin ser este el objetivo, buscando el modo de que este acepte que también es su casa.
Forma parte del duelo que el damnificado deberá realizar a sabiendas de que cada ser humano cuenta con tiempo diferente para concretarlo.