«Cuando saqué la primera foto entre las ruinas de San Ignacio, supe que aquella tierra me había atrapado para siempre, que me sería imposible regresar, porque era ese el lugar en el que quería vivir y contar lo que veía», dijo una vez el escritor Horacio Quiroga, cuando llegó a la selva misionera como fotógrafo. Y lo hizo acompañado de otro gran escritor del momento, Leopoldo Lugones, motivado por todo lo que ofrecía la exploración de las ruinas jesuíticas. Así fue cómo Horacio Quiroga adquirió varias hectáreas y se estableció con su familia. Allí construyó su lugar para la escritura y la fotografía que tanto le apasionaba: entre 1909 y 1916, con su primera esposa, Ana María Cirés; y entre 1932 y 1936, con su segunda mujer, María Elena Bravo. En todos esos años, el autor escribió muchos de sus mejores cuentos, encontró la fama y el prestigio literarios. Sin embargo, su vida también estuvo signada por la desgracia, la enfermedad y el suicidio.
Horacio Silvestre Quiroga Forteza nació el 31 de diciembre de 1878 en Salto, Uruguay. Su infancia quedó marcada por la muerte de su padre, quien se disparó accidentalmente cuando descendía de una embarcación, en presencia de su mujer y del propio Horacio. En 1891, su madre casó con Ascencio Barcos, quien fue un buen padrastro para el niño, pero la tragedia volvió a tocar la puerta: cinco años después de la boda Ascencio sufrió un derrame cerebral que le impedía hablar; lesión que lo indujo a quitarse la vida de un disparo.
No obstante, Quiroga tuvo la literatura de aliada, incluso desde muy joven. Se dice que, inspirado por una joven mujer de quien se había enamorado, escribió Una estación de amor (1898). Más tarde viajó a Europa, donde conoció a muchas de las personalidades intelectuales que allí se encontraban, como el poeta Rubén Darío. Esta experiencia tomó registro en su Diario de viaje a París (1900). Y fue a comienzos del nuevo siglo cuando se instaló en Buenos Aires, para continuar con una carrera literaria imparable: publicó Los arrecifes de coral (1901), poemas, cuentos y prosas líricas de corte modernista; los relatos de El crimen del otro (1904), la novela breve Los perseguidos (1905), inspirada en aquel viaje junto con Leopoldo Lugones por la selva misionera, y otra más extensa: Historia de un amor turbio (1908). Un año después de esta novela, llegó a la provincia de Misiones, donde se desempeñó como juez de paz en San Ignacio, mientras cultivaba yerba mate y naranjas.
Nuevamente en Buenos Aires, trabajó en el consulado de Uruguay y publicó, tal vez, la famosa de sus obras: Cuentos de amor, de locura y de muerte (1917), a la que siguieron Cuentos de la selva (1918) y El salvaje (1920), la obra teatral Las sacrificadas (1920) y el renombrado Decálogo del perfecto cuentista (1927), en el que reunió determinados consejos y orientaciones a los jóvenes escritores que quisieran incursionar en el género cuentístico.
A su vez, colaboró en diferentes diarios y revistas, como Caras y Caretas, Fray Mocho, La Novela Semanal y La Nación, entre otros. Más tarde, publicó la novela Pasado amor, sin mucho éxito. Hay quienes aseguran que, a partir de ese momento, sintió cierto rechazo de las nuevas generaciones literarias y regresó a Misiones para dedicarse a la floricultura. Fue en 1935 cuando publicó su último libro de cuentos, Más allá.
En Buenos Aires, le diagnosticaron un cáncer gástrico que, según se comenta, pudo haber sido la causa que lo impulsó al suicidio. Horacio Quiroga se quitó la vida con cianuro, el 19 de febrero de 1937.
Sobre sus obras
Según algunos especialistas, como la investigadora y docente Soledad Quereilhac, «la lectura de sus cuentos no devuelve ninguna sensación de caducidad, sino de plena vigencia. Aunque sepamos que sus casi 250 cuentos fueron escritos o publicados en una época distante, entre 1904 y 1928, hay una vitalidad en ellos y una interpelación al lector actual que se renuevan década a década».
Y es que sus relatos más característicos, sostienen Tomás Fernández y Elena Tamaro en su breve texto biográfico sobre el autor, «dramatizan la pugna entre la razón y la voluntad humanas por una parte, y el azar o la naturaleza por otra; su fuerza se fundamenta, más que en un minucioso y detallado análisis psicológico, en el estudio de la conducta humana en condiciones extremas. En la última parte de su producción, sin embargo, sus cuentos experimentaron un giro considerable; en Los desterrados (1926), por ejemplo, las narraciones aparecen menos estructuradas y generalmente más próximas a los estudios de caracteres».
Y agregaron: «Quiroga destiló una notoria precisión de estilo que le permitió narrar magistralmente la violencia y el horror que se esconden detrás de la aparente apacibilidad de la naturaleza. Muchos de sus relatos tienen por escenario la selva de Misiones, en el norte argentino, lugar donde Quiroga residió largos años y del que extrajo situaciones y personajes para sus narraciones. Sus personajes suelen ser víctimas propiciatorias de la hostilidad de la naturaleza y la desmesura de un mundo bárbaro e irracional, que se manifiesta en inundaciones, lluvias torrenciales y la presencia de animales feroces». El cuento «El almohadón de plumas», quizá uno de sus textos más conocidos, es apenas solo un ejemplo de lo que continúa provocando su literatura: sensaciones indescriptibles ancladas en aquella vacilación típica del género fantástico y de terror que no pierden vigencia y sigue sumando lectores.
Por todo eso y más, Horacio Quiroga aún permanece como un clásico de la literatura hispanoamericana, en la cual no dudó en experimentar con lo extraño y lo inquietante, y que, incluso hoy, a pocos días de un nuevo aniversario de su nacimiento, volvió a ser noticia. El debate estuvo centrado en si su lectura es «traumática para los niños y niñas» o no. La controversia no solo causó carcajadas entre críticos y público en general, sino que sirvió, aún más, para un verdadero homenaje que alentara su lectura y disfrute ficcional, a 84 años de su nacimiento.
Fuente: Biblioteca Nacional Mariano Moreno / La Nación / escritores.org / biografiasyvidas.com