Por Ana Leguísamo Rameau. Una ex colega de trabajo, allá lejos y hace tiempo, enamorada de un compañero de oficina, solía hablarme largos monólogos sobre su amor no correspondido. Cada vez que ella se expresaba, yo la escuchaba eternas horas, que se hacían interminables pero, cuando yo intentaba hablar tan sólo un minuto de mí o de alguna relevancia en mi vida, ella retomaba con su versión creándome dolores de cabeza monótonos, que la situaban según mi teoría, dentro de un mundo inmensamente egoísta. Luego, llegué a entender que, quizás, una pared podría ser más comprensible si intentaba iniciar un diálogo de modo más directo.
¿Qué hacer entonces con la gente que no sabe escuchar? ¿Por qué la gran mayoría de las personas buscan ser oídas y nunca oyen a los demás? ¿Tanto cuesta ceder un pequeño instante al otro prestando su atención?, o dicho de otra manera ¿No es posible canjear tiempos de interacción en vez la interpretación de largos monólogos sin razón? ¿Por qué la insistencia monotemática de caer en lo mismo de siempre? ¿Es el ser humano tan necio y capaz de engalanarse con sus propias palabras y confesiones al punto de olvidarse de los demás?
Una vez, mientras se realizaban unas jornadas de periodismo, un orador comentó una anécdota, que me reafirmó no estar tan equivocada. La anécdota cuenta

que en un congreso había ochenta personas. Cuando el profesor preguntó quién quería hablar, setenta y nueve alumnos levantaron la mano pero, cuando invitó a participar a aquellos que quisieran escuchar, sólo uno se mostró interesado.
La comunicación se establece entre un emisor y un receptor a través de un canal que emite sonidos transformados en mensajes, pero ¿qué ocurre cuando ese mensaje no llega a destino? Allí se produce la interferencia o el bloqueo y ese bloqueo es propio de los integrantes de esta sociedad “antiescuchas” (si se me permite el término).
La teoría parece advertir que no estamos preparador para escuchar, sin embargo, nos gusta hablar más de la cuenta. Escuchar cinco segundos como si hubieran sido diez horas es normal en el mundo del egoísta, del hombre o mujer incansable que sólo aplica la necesidad de los oídos sordos para aquellos pocos que suelen sentir.
Cierto autor investigaba sobre las conversaciones que se oyen en un club, en la calle, en la estación, en los cafés o en el consultorio y concluyó que no existe diálogo sino largos monólogos a través de participantes dispersos. La idea es que cada uno hable sobre lo suyo, con la apariencia de seguir al otro, pero en realidad con la cabeza fija en sus propios argumentos. En una relación de pareja, lo normal es atender a la otra parte, pero quizá lo más frecuente sea no escuchar. Oír al otro significa valorarlo, es decir, que la mayoría de los integrantes de un grupo familiar se sienten desvalorizados.
Madame de Sevigné sentenció: “Hemos nacido con dos ojos, dos orejas y una sola lengua porque debemos mirar y escuchar dos veces antes de hablar”.
Desde mi humilde lugar opino que el hombre que no escucha al otro no está preparado ni siquiera pasa oírse a sí mismo. En resumidas cuentas, significa vivir en medio de una Torre de Babel donde las palabras van y vienen en medio de la nada.
En una frase de “nosotros inclusivo” intento expresar lo que ocurre con este particular y significativo inconveniente, que afecta al ser humano, aunque debo confesar que soy una de las pocas personas que están habituadas a prestar sus oídos a los que hablan. El problema es que puedo comprender al conversador altruista pero no al charlatàn egocentrista. Esa es la diferencia entre uno u otro.
En ciertas situaciones, pienso que si el silencio es salud, prefiero escuchar el sonido del viento. Al menos éste puede dejarme la enseñanza sabia y armoniosa de sus hojas, y el viento quizás tenga la poesía y apreciación de poder interpretar mi mensaje interactivo. Tal vez valorarlo como deben reputarse dos personas, que interpretan un diálogo reflexivo entre sí.