Charlando con mi colega Sergio Sinay, ésto me decía a cerca del respeto, que comparto plenamente: En las calles, en las redes sociales, en las pantallas, en las rutas, en las conversaciones cotidianas, en las transacciones comerciales, en el uso de los teléfonos celulares, en las discusiones políticas, en los discursos presidenciales, en las relaciones personales, en las declaraciones de funcionarios, en las promesas de aspirantes a la presidencia, en el trato entre adolescentes, en el vínculo entre padres e hijos, en la conducta de los ciudadanos hacia las leyes y hacia las normas, en el uso de los espacios públicos, en la ilegible letra chica (o discurso supersónico si es en radio) o la incomprensible redacción de las ofertas publicitarias, en el destrato a los jubilados, en los fantasmales servicios de atención al cliente de empresas comerciales y de servicios, en las relaciones de género, en los foros que las ediciones on line de los diarios abren a sus lectores. En donde se mire, la falta de respeto se extiende como pandemia, corroe las relaciones entre las personas, empobrece la vida en la sociedad, empuja al colectivo humano hacia el abismo de una existencia regida por la ley de la selva.
El respeto es mucho más que buenos modos, que un habla correcta, que la postración ante símbolos o jerarquías. Es, antes que nada, consideración y honra hacia la dignidad del otro, del prójimo (que no es sino el próximo), del semejante. Como todos los llamados valores morales, también este sólo es concebible a partir de la alteridad. Como la gratitud, la confianza, la responsabilidad, la honestidad, la sinceridad, la empatía o la cooperación, se expresa siempre de una persona hacia otra, no significa nada en soledad, en un universo ausente de congéneres. La palabra persona no es aquí caprichosa. Decía HannaArendt (la inquebrantable filósofa alemana que acuñó la idea de que el mal puede brotar de cualquier individuo que deje de pensar) que nacemos humanos pero debemos convertirnos en personas. Es decir, desarrollar la conciencia, ejercitar la responsabilidad, actuar como agente moral.
El respeto brota y se extiende en donde los seres humanos se comportan como personas. A partir de ese momento adquiere una característica, desde la cual tracciona a otros valores: es obligatorio. No se puede decir lo mismo del amor o de la amistad, que se crean a partir de experiencias compartidas, de conocimiento mutuo, de compromisos que van surgiendo en una historia común. En principio, más allá de declaraciones voluntaristas y bien intencionadas, no estamos obligados a amarnos, que lo hagamos será fruto de múltiples factores, algunos misteriosos. Pero sí estamos obligados a respetarnos. Y no como un mero formulismo, sino como actitud moral. Quizás luego no nos amemos, no compartamos cosmovisiones, no nos acompañemos en una marcha común y acaso ni siquiera volvamos a vernos luego de un contacto circunstancial, pero por sobre todas estas posibilidades, como personas dignas de serlo, estamos obligados al respeto.
Importa subrayar que el respeto es a hacia las personas y que se sostiene en el desenvolvimiento de ellas como tales. No se puede invocar un cargo, una jerarquía, un símbolo, una función, una jineta o un factor biológico para exigir respeto. Un padre, una madre, un presidente, un funcionario, serán respetados en la medida en que respeten y eso comienza por el ejercicio responsable de su función, honrando a la dignidad de aquellos de quienes invocan respeto. Los símbolos (banderas, escudos, himnos, etcétera) serán respetados en la medida en que aquellas instituciones a las que representan no sean humillantes. Cuando una sociedad humilla a sus miembros (a través de leyes no respetadas, de imposiciones autoritarias, de maltrato en la provisión de sus obligaciones hacia ellos, de malversación de los bienes comunes, de manipulación y mentiras, del abandono en cuestiones básicas como la salud, la educación o la seguridad) esa sociedad es indecente. Y en la indecencia naufraga el respeto.
El respeto no se recupera ni se reconstruye por decreto ni desde arriba. Es un compromiso de cada individuo con su propia dignidad, con su condición de persona. Empieza en el lugar que cada quien habita y en el que se desempeña diariamente. Pareja, familia, trabajo, vida urbana, actitud como ciudadano ante leyes y normas y ante el otro. La falta de respeto no es producto de un virus, no es una catástrofe natural. Como en el caso de la homeopatía, el agente que lo provoca puede ser el que empiece a sanarlo.
Patricia Núñez Vega














