Los vinos de Sudamérica, pero principalmente los de Argentina y Chile, se hicieron famosos en el pasado reciente por una visión errónea: las cosechas, se decía, no afectaban la calidad de los vinos. Nada más lejos de la realidad. Hoy, si se prueban vinos de la añada 2020 y la 2021, o de la 2016 y la 2018, queda muy claro que el año deja su huella.
Lo que sucedía en el pasado es un perfecto ejemplo de cómo la mirada es capaz de hacernos ver lo que uno desea. Así de simple y así de complejo. Entonces ¿se percibe el efecto de la añada en el vino? Veamos.
El efecto de la añada en el vino
En las décadas de 1990 y 2000, cuando los vinos de Sudamérica peleaban por un lugar en el mercado mundial, la garantía alimentaria era un paradigma cualitativo. Lo que mandaba en aquellos primeros intentos era convencer a los compradores de que estaban entrando en un negocio seguro: había calidad, sí, pero sobre todo había continuidad.
Cuando no se tiene una historia para contar, lo mejor que se puede decir es que se es consistente. Y de esa manera las bodegas construyeron la idea de que las cosechas no afectaban a los vinos. Si, como se decía entonces, el productor tenía la potestad de regar, podía resolver el dilema central del asunto: cuánto dejaba o no crecer a la planta.
En rigor, esa era una forma contestataria de seguridad alimentaria: si Francia o España, sometidos a los caprichos del clima, podían tener malas cosechas que hacían fluctuar la calidad y el precio, en este rincón del mundo donde se controlaba la principal variable de crecimiento de las plantas, eso no sucedía.
En esa ecuación, sin embargo, faltan varios datos para considerarla completa. Uno es que las bodegas querían hacer estilos de mercado: si sobremaduraban, conseguían vinos parecidos año a año, independientemente de las temperaturas, las lluvias o la intensidad del sol. Lo que ofrecía el paradigma de garantía alimentaria es sencillo: seguridad y regularidad. Algo que sin embargo no sucedía.
Las variaciones de años
Desde que el paradigma cambió, porque la garantía alimentaria no ofrecía mejores precios ni condiciones distintas a la comoditización del vino, las bodegas comenzaron a preguntarse por aquello que pudiera diferenciarlas.
En pocas palabras, por cómo podían ofrecer algo propio, con sabor local, en un mercado global donde la diferencia da valor. Eso comenzó a suceder en la década de 2010. Lo que siguió fue tratar de explicar las diferencias y así comenzó a tener relevancia el efecto de la añada en el vino.
Ahí es donde, entre otras variables, como el terroir o el estilo del productor, comenzó a jugar un rol central el efecto de la añada en el vino. Si lo que se buscaba era ofrecer vinos genuinos de una región, la marcha climática de cada año se transformó en un elemento que ganó visibilidad.
No es que antes no tuvieran efecto las añadas; lo que sucedía es que no se les prestaba atención. Pero como el sol de la canción, aunque no lo viéramos, el año siempre estaba.
Así, hoy, cuando las preguntas que guían ponen en relieve la condición climática del año, algunas de las razones por las que unos vinos gustan más que otros se explican esencialmente por su efecto.
Un ejemplo lo pone blanco sobre negro. La añada 2020, además de pandémica, fue caliente para el 90% del país. Caliente y seca, con poca producción en general por efecto de las heladas de primavera. Sumado a la falta de agua, eso hizo que las vides concentraran y al mismo tiempo trabajaran a otra velocidad.
La cosecha se anticipó casi un mes en algunos lugares y eso se percibe con claridad en cantidad de tintos: mandan las frutas negras, los gustos a mermelada y arrope, los taninos algo secantes y rugosos, los alcoholes marcados en el paladar. Es, claro, una añada extrema.
En contraposición, los tintos de la 2021, por ejemplo, que nacen de una añada un poco húmeda, fresca sobre marzo y con plantas más equilibradas en su cantidad de uvas y expresión, ofrecen hoy otro perfil: fruta roja, trazos florales, taninos más finos y pulidos, bocas más jugosas y frescuras delicadas en buena parte del mercado. Se da en el 90% de las uvas de ese año.
Esos son los vinos que se están vendiendo. Y a los que se les suma ahora la 2022, con frutas muy nítidas, rojas casi siempre, frescuras justas y equilibrio entre estructura y frescura.
Claro, hablamos de todo lo que se cosechó antes de la helada del 29 y 30 de abril. Fuera de esa ventana mágica, los tintos ofrecen sabores herbales y de hoja seca.
No hay que ser especialista para darse cuenta. Sólo hace falta prestar un poco de atención. Y tener presente el efecto de la añada en el vino, porque tiene incidencia. Pero para ver hay que mirar y en el vino mirar es beber con atención.