Los mensajes y carteles de Palermo derrapan protesta y malestar, y están allí dedicados a todos los colores políticos. La izquierda, el centro y la derecha quedan inmortalizados a través de pura semiología basada en el mal estar social. También la pagan los empresarios que inyectan contaminación ambiental a los pueblos.
Algunos mensajes han quedado grabados de otros tiempos. Otros aparecieron con el descontento de aquellos que aman la escritura urbana e intentan desahogarse a través de sus muros y lamentos, hartos de la injusticia social, de la inflación o de la situación económica insostenible.
De este modo, el arquitecto Guillermo Tella explica que, en la última década se puso en práctica una ritualidad distintiva que delimita y protege el espacio de cotidianeidad de los jóvenes. Efectivamente, para Mónica Lacarrieu, Antropóloga y Doctora en Filosofía y Letras, el graffiti es una marca territorial que procura comunicar aspectos vinculados a cierta realidad social. Explica que la exhibición pública de esa estética es una forma de segregación a partir de la cual el graffitero intenta ser distinguido por su práctica y por su mensaje. A su vez, dispara ciertos mecanismos de control y de poder sobre un territorio que dan lugar a situaciones de verdadera incertidumbre en otros grupos sociales.
La especialista en “Subculturas Juveniles” y autora del libro “Tribus Urbanas”, María José Hooft, considera que -sin perder la identificación entre ellos- en los últimos tiempos estos grupos de jóvenes han dejado de confinarse a ciertos lugares en particular y priorizan su agrupamiento por cuestiones estéticas, artísticas y afectivas. Más allá de las clases sociales de origen, estas “tribus” se reconocen en base a cuatro componentes centrales: la estética, la música, los lugares y la territorialización. Y cuenta Hooft que existe cierta movida “oscura” en torno a la Galería Bond Street, al Palacio Pizzurno, al Cementerio de la Recoleta, al Jardín Japonés y Belgrano.
Son imágenes de la Ciudad