Por Ana Leguisamo Rameau. Es normal me encuentre con el Arquitecto Oscar MyISAMs, cada vez que ambos disponemos de tiempo. Lo que puede resultar un tanto curioso es saber que hemos estado charlando en una plaza de la Avenida Figueroa Alcorta sobre la vida de Caperucita Roja. Esta niña del cuento infantil guarda una historia de memoria especial en nuestra ciudad. Sepan entonces que hubo un escultor en Buenos Aires que levantó un monumento en su homenaje (y vaya si ella se lo merece pues entró, desde tiempos remotos, en la vida pequeña de cada uno de nosotros hasta la actualidad)
Esta estatua a Caperucita Roja está emplazada sobre Av. Sarmiento, entre Av. Libertador y Av. Figueroa Alcorta. Fue realizada por el escultor francés Juan Mario Carlus en 1937. Èsto se produjo durante su visita a la Argentina. Su primer emplazamiento fue hasta 1972, precisamente en Plaza Lavalle. Luego la mudanza dio lugar hacia un sitio ideal: los bosques de Palermo. Su pequeña placa de bronce tuvo que ser repuesta por una de cemento.
Como es sabido, en Buenos Aires, son muchos los irrespetuosos que, con un sentimiento anti cultural, insultan, vilipendian y destruyen nuestro patrimonio. Tal es el caso de Caperucita Roja, quien ha recibido agravios a través de graffitis e incluso se la ha querido raptar. Otro dato que aporta a nuestra cultura universal es el hecho que esta escultura es la única dedicada, en todo el mundo, a la gran Caperucita Roja. Si usted viaja lejos a donde quiera, jamás encontrará un monumento inspirado en ella. Caperucita ancló en Buenos Aires para quedarse.
De acuerdo como la imaginó Charles Perrault, en el S.XVII, autor también del “Gato con botas”, ella lleva su canasta con un frasco de dulce y una torta. En su mano se vislumbra un ramo de flores para su abuela, pero desde atrás asecha el lobo.
Según la teoría políticamente correcta de James Finn Garner (la cual ha despertado duras críticas sobre el clásico cuento de Caperucita Roja) dice que muchas personas creían que el bosque era un lugar siniestro y peligroso, por lo que jamás se aventuraban en él. Caperucita Roja, por el contrario, poseía la suficiente confianza en su incipiente sexualidad como para evitar verse intimidada por una imaginería tan obviamente freudiana.
De camino a casa de su abuela, Caperucita Roja se vio abordada por un lobo que le preguntó qué llevaba en la cesta. Ella respondió y luego el lobo prosiguió la charla.
-No sé si sabes, querida -dijo el lobo-, que es peligroso para una niña pequeña recorrer sola estos bosques.
Y Caperucita respondió:
-Encuentro esa observación sexista y en extremo insultante, pero haré caso omiso de ella debido a tu tradicional condición de proscrito social y a la perspectiva existencial -en tu caso propia y globalmente válida- que la angustia que tal condición te produce te ha llevado a desarrollar. Y ahora, si me perdonas, debo continuar mi camino.
Caperucita Roja enfiló nuevamente al sendero. Pero el lobo, liberado por su condición de segregado social de esa esclava dependencia del pensamiento lineal tan propia de Occidente, conocía una ruta más rápida para llegar a casa de la abuela. Tras irrumpir bruscamente en ella, devoró a la anciana, adoptando con ello una línea de conducta completamente válida para cualquier carnívoro. A continuación, inmune a las rígidas nociones tradicionales de lo masculino y lo femenino, se puso el camisón de la abuela y se acurrucó en el lecho. Caperucita Roja entró en la cabaña y dijo:
-Abuela, te he traído algunas chucherías bajas en calorías y en sodio en reconocimiento a tu papel de sabia y generosa matriarca.
-Acércate más, criatura, para que pueda verte -dijo suavemente el lobo desde el lecho.
-¡Oh! -repuso Caperucita-. Había olvidado que visualmente eres tan limitada como un topo. Pero, abuela, ¡qué ojos tan grandes tienes!
-Han visto mucho y han perdonado mucho, querida.
-Y, abuela, ¡qué nariz tan grande tienes!… relativamente hablando, claro está, y a su modo indudablemente atractiva.
-Ha olido mucho y ha perdonado mucho, querida.
-Y… ¡abuela, qué dientes tan grandes tienes! – a lo que respondió el lobo:
-Soy feliz de ser quien soy y lo que soy -y, saltando de la cama, aferró a Caperucita Roja con sus garras, dispuesto a devorarla.
Caperucita gritó; no como resultado de la aparente tendencia del lobo hacia el travestismo, sino por la deliberada invasión que había realizado de su espacio personal.
Sus gritos llegaron a oídos de un operario de la industria maderera (o técnico en combustibles vegetales, como él mismo prefería considerarse) que pasaba por allí. Al entrar en la cabaña, advirtió el revuelo y trató de intervenir. Pero apenas había alzado su hacha cuando tanto el lobo como Caperucita Roja se detuvieron simultáneamente.
-¿Puede saberse con exactitud qué cree usted que está haciendo? -inquirió Caperucita.
El operario maderero parpadeó e intentó responder, pero las palabras no acudían a sus labios.
-¡Se cree acaso que puede irrumpir aquí como un Dueño y Señor y delegar su capacidad de reflexión en el arma que lleva consigo! -prosiguió Caperucita-. ¡Sexista! ¡Racista! ¿Cómo se atreve a dar por hecho que las mujeres y los lobos no son capaces de resolver sus propias diferencias sin la ayuda de un hombre?
Al oír el apasionado discurso de Caperucita, la abuela saltó de la panza del lobo, arrebató el hacha al operario maderero y le cortó la cabeza. Concluida la odisea, Caperucita, la abuela y el lobo creyeron experimentar cierta afinidad en sus objetivos, decidieron instaurar una forma alternativa de comunidad basada en la cooperación y el respeto mutuo y, juntos, vivieron felices en los bosques para siempre.
Agradecimientos al Arquitecto Oscar MyISAMs
Fuente: James Finn Garner “Cuentos infantiles políticamente correctos”. Circe, bna,1998.