Por Ana Leguísamo Rameau. Hasta el momento la tecnología no ha podido suplantar al romanticismo y a las viejas situaciones que nos ponen frente a un siniestro.Todo tiene su tiempo y su lugar. A todos le debemos su sitio en la importancia de la vida. Los roles de la informática, por más que sean avanzados, no reemplazan el accionar de ciertos objetos, cuando llega el fin de la computación, entonces ¿Qué ocurre cuando se corta la luz y se enciende una vela? ¿Dónde está esa magia irrecuperable de las luces iluminando nuestro hogar? Alli, la vela se enciende y alumbra toda la oscuridad negra que el switcher no logró prender.
El personal de Edenor tocó timbre en mi edificio. Sorprendió a los vecinos con su terrible llamado avisando, sorpresivamente, que cortarían la luz durante cinco horas. La noticia no hubiera sido tan caótica si realmente hubiera sido así, dejando a los habitantes sin energía durante cinco horas. El problema fue fatal cuando, a través de negligencia del personal de la Empresa Edenor, el corte se prolongó durante quince horas. Pronto recordé a aquella profesora de la facultad quien nos enseñó que no hay nada mejor que darle un lugar preferencial al diálogo y al silencio, cuando éste así lo requiere. «Nunca fuimos tan felices, mi marido y yo, cuando se nos rompió el televisor. Allí comprendimos que habíamos recuperado el diálogo y el verdadero significado de las palabras» explicaba mi profesora de literatura española.
Las horas transcurrían y debí hacerme una tarea para afrontar la larga jornada. Mientras hubo luz natural, todo fue bien. Tomé un viejo libro de mi amplia biblioteca. Tuve ganas de leer por segunda vez «El Extranjero» de Albert Camus. Pronto me sumergí en la belleza de su narrativa y lo devoré en tan sólo una tarde noche. La literatura de Camus me llevó a tomar partido por el personaje de Meursault quien, juzgado por el asesinato que cometió, disfrutó antes de la cárcel de sus mejores años con amigos, vecinos y amantes.
Como fanática de la radio extrañé su compañía y sorpresa fue cuando recordé, que guardaba entre mis objetos más preciados, la vieja radio de mi abuelo Toto. Toto, antes de morir, había dejado su añeja emisora, la cual todavía funcionaba. Gris, un tanto despintada y con un botoncito algo roto, el receptor andaba muy bien, entonces la encendí (porque yo le había comprado pilas hacía tiempo), y allí fue cuando me hizo compañía al son de las hojas amarillas de Camus. Mientras tanto, la música baja funcionaba como el mejor concierto de mi vida. Debo confesar que yo amo a esa radio. Con ella siento que Toto me acaricia y me protege.
Habían pasado las diéciseis horas, la luz brillaba por su ausencia y yo me había tomado un termo entero de mate. También llegaron las veinte y nada ocurría. A esa altura, me había comunicado tres veces con Edenor y el personal administrativo me avisaba que (al transcurrir la noche) aparecería la luz. «Nuestras disculpas, Señora» A todo ésto, yo seguía con Camus y mi vieja radio a pilas.
Preocupada por la comida que yacía en la heladera, me comí un churrasco que estaba allí adentro (no fuera a ser que se pusiera mal). Tuve que alumbrarlo para ver si estaba cocido entonces, entre tamo y tramo, lo fui iluminando con una linterna que mi pareja me había regalado hace dos años atrás. Mientras tanto el calor del departamento era insoportable, y eso que vivo en un lugar alto y muy abierto. Como no tenía ventilador, tuve que valerme de un abanico: el abanico de mi Tía Élida. Allí, comencé a abanicarme, y me encontré con la literatura de Albert Camus, la vieja radio a pilas de mi abuelo Toto y el abanico de mi Tía Élida (quien falleció el año pasado).
Como me gusta informarme, me había quedado con ganas de ver la asunción del nuevo Presidente Donald Trump. Me perdía la ceremonia de Estados Unidos pero ganaba el disfrute de valorar aquellas pequeñas cosas viejas que, durante esa vez, alumbraban mi departamento caluroso y oscuro. Mientras tanto, el churrasco seguía haciéndose a fuego lento y caí en la cuenta que necesitaba una luz fija en el centro para no andar deambulando con la linterna de aquí para allá, entonces recordé una pequeña vela usada y algo sucia que me había quedado , cuando me mudé a vivir sola. Era la vela que me había regalado mi mamá. «Puede hacerte falta algún día» me dijo y casi la dejé abandonada porque ¿A quién se le puede ocurrir que en estos tiempos pueda hacer falta la luz? Con desesperación la encontré, la encendí y la puse sobre un plato. Se pegó bien porque no estaba húmeda.
Con mi churrasco a punto, cené. A esa altura ya había terminado de leer «El Extranjero» de Albert Camus mientras escuchaba la vieja radio de mi abuelo Toto. En paralelo, me abanicaba a ratos con el abanico de mi Tía Élida, y me alumbraba con la vela , que me había regalado mi mamá. El celular, a esta altura, ya no tenía bateria. No había mucho por hacer, estaba a oscuras (semi alumbrada por una vela) y hacía mucho calor.
Me fui a costar, esperé que la luz llegara y caí en la cuenta que no había extrañado la computadora ni el celular. Que estaba allí en medio del departamento con todos mis ángeles, aquellos que me habían hecho compañía durante toda mi oscuridad a través de la vieja tecnología. Los espíritus de mi abuelo Toto, mi Tía Élida, Albert Camus y los seres queridos que hoy comparten mi vida, me habían dado una mano con objetos pasados de moda para transitar el duro momento del largo corte de luz, entonces me fui a dormir.
La luz llegó a la una de la madrugada.