Por Patricia Núñez Vega. Si nos dieran un dólar por cada “no” que les hemos dicho a nuestros hijos, muchos seríamos millonarios. “No toques eso”, “Eso no se come”, “No te saques el gorro”, “No vayas hondo”, “No más computadora por hoy” y tantísimos más a lo largo de los años de crianza… Y no es que negarles cosas a los hijos esté mal, no. Sería imposible criar hijos que sepan vivir en sociedad si no les enseñamos lo que no se puede hacer y lo que es más importante, esos “no” que les decimos en casa les permite a los niños aprender a tolerar las frustraciones frente a lo que quieren y no pueden.
Si conocen a alguien que no tolera las frustraciones, que se deja aniquilar emocionalmente por ellas, entienden perfectamente porqué es importante que a nuestros hijos los preparemos para que entiendan que la frustración es parte inevitable de la vida y que hay que aprender a superarla lo más graciosamente posible.
Cuando abundan los “no” irreflexivos, de piloto automático, corremos el riesgo de desgastar el sentido de la palabra “no”
Pero también es cierto que si bien los “no” son necesarios, saludables y fortalecedores, en esto como en tantas otras cosas puede ser tan malo que no existan como que sean demasiados.
Hay algo que yo le llamo el “síndrome del ‘no’ fácil”, que se ve en algunas personas, a quienes el “no” se les escapa de la boca apenas su hijo les pide algo. Los motivos pueden ser variados. Algunas personas abusan del “no” porque creen que el rigor es bueno para los niños y que si crecen en la privación van a ser mejores. Otras personas no han logrado activar su “modo crianza de niños”, que significa ser muy generoso, flexible y considerado y entender que los niños tienen necesidades que van mucho más allá del alimento, la higiene y el abrigo.
A muchos lo que nos pasa es que el humor se nos afecta con el cansancio, la preocupación o el estrés y ahí caemos en el abuso de los “no” irreflexivos. Y son estos los “no” que no aportan cosas buenas a la educación: los que se dicen sin pensar, sin estar bien convencidos y sin la intención de sostenerlos.
Cuando abundan los “no” irreflexivos, de piloto automático, corremos el riesgo de desgastar el sentido de la palabra “no”. Y vaya si es importante que los niños crezcan entendiendo perfectamente que un “no” es “no” y un “sí” es “sí”.
Otra buena estrategia para conseguir acuerdos en temas álgidos puede ser decirle: “No estoy convencida. A ver, convenceme”. Haciendo esto convocamos a la capacidad de pensar y argumentar de nuestro niño (lo que puede ser poco cómodo para madres o padres apurados, pero muy saludable para criar seres pensantes). De esa manera, pueden salir acuerdos naturalmente sin que quede como una imposición del adulto.